Ocurra lo que ocurra, podemos hablar ya de “revolución”, aunque sólo sea porque nada ha sucedido como se esperaba y porque, a la espera de que se cuestionen localmente las dependencias económicas, se ha cuestionado ya la autoridad del llamado Occidente para dar lecciones políticas a sus ex-colonias de esta zona del planeta. Los árabes necesitaban una victoria para reingresar en la historia del mundo; y todo hacía temer que, de llegar, lo hiciese a través de los medios islamistas que las potencias occidentales habían promovido desde los años 60 para acabar con comunistas y panarabistas. Tampoco ha sido así. El partido Nahda en Túnez reconoció enseguida su nulo protagonismo en el levantamiento popular y la Hermandad Musulmana , mucho más fuerte, fue cogida a contrapié en Egipto y despidió a Mubarak negociando con él. Paro, pobreza, miseria vital, represión juvenil, frustración política, estaban dadas todas las condiciones, en ausencia de una gran organización de izquierdas, para un formidable estallido de alienación religiosa. Ha habido, sin embargo, una colosal explosión de pureza libertaria en la que el concepto mismo de democracia ha adquirido enseguida una indudable potencia anticolonial.
Por eso, los más sorprendidos han sido los EEUU y, sobre todo, la UE. Ahora, mientras tratan de gestionar las “transiciones” con el menor coste para sus intereses, escenifican un nuevo fervor democrático dirigido más bien a presionar a Irán (e indirectamente a Cuba y Venezuela). Privilegiando símbolos periféricos de los levantamientos, han alimentado la ilusión -puesto que no podía ser islamista- de una revolución postmoderna, de blogueros proyanquis y ciberactivistas desideologizados, para ver si el zarpazo tumba también, junto a tantos amigos, a algunos de sus enemigos. Pero nadie puede creerse, al menos en la región, que los defensores de Israel, los cómplices de Mubarak y Ben Alí, los ocupantes de Iraq, quieran ahora la democracia para el mundo árabe. Esta es sobre todo una revolución anticolonial, como lo demuestra el hecho de que, junto a la bandera y el himno nacionales, el único símbolo exhibido en Túnez y en Egipto por los manifestantes haya sido la imagen del Ché. Por lo demás, los orgullosos tunecinos, en los pueblos más desfavorecidos del país, cuna de las revueltas, me enumeraban los tiranos a punto de caer (“y ahora Egipto y Jordania y Bahrein y Argelia…) y, al saber que yo era europeo, me interrogaban desafiantes: “¿y para cuándo los vuestros? ¿Para cuándo Sarkozy? ¿Para cuándo Berlusconi? ¿Para cuándo los EEUU?”.
Hace unos días, preguntado en Cuba por la evolución de los acontecimientos, respondía yo con una paradoja: “soy tan optimista que me temo lo peor”. Nadie puede ser tan ingenuo para pensar que triunfará la sensatez sin que Israel, EEUU y la UE, hagan todo lo posible (es decir, todo ) para impedirlo.
Pero soy optimista: me gusta pensar que, dentro de veinte años, en un mundo más habitable y humano, más democrático y razonable, recordaré que una gran transformación mundial empezó, no en París ni en Londres ni en Nueva York, sino en Túnez y Egipto, los dos países en que más tiempo he vivido, dos de mis patrias de libre adopción.
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