Túnez, accidente y revolución

Santiago Alba Rico
Rida Ridawui, un abogado tunecino conocido por su compromiso y apoyo a los cambios democráticos en el país, decía de un modo provocador que “la revolución en Túnez se había producido por accidente”. Con ello no quería disminuir la importancia de lo ocurrido ni sus potencialidades emancipatorias, sino señalar dos elementos esenciales sin los cuales es difícil evaluar las causas y anticipar los efectos del levantamiento popular iniciado el 17 de diciembre de 2010: el azar imprevisible que lo puso en marcha y la pura afirmación rebelde que lo lanzó más allá de la conciencia misma de sus participantes. Nadie podía prever la mortal protesta individual de Mohamed Bouazizi frente a la enésima humillación cotidiana de la policía; nadie podía prever que la mortal protesta individual de Mohamed Bouazizi frente a la enésima humillación cotidiana de la policía fuese a hacer caer al dictador Ben Alí y a ondular de arriba abajo el mundo árabe. Lo más sorprendente de las revoluciones es que ocurran; pero no tiene nada de extraño que hayan ocurrido . El “accidente” de Sidi Bouzid, cuna de Bouazizi y de las revueltas tunecinas, iluminó la lógica implacable que llevaba necesariamente hasta él; y los acontecimientos que desencadenó demostraron hasta qué punto ese gesto de desesperación no era ni desproporcionado ni caprichoso ni individual: se ajustaba de la manera más coherente a la situación general. Podía no haber sucedido nunca, es verdad, porque hay miles de leyes apodícticas que no se materializan jamás; podía no haber sucedido nunca porque lo necesario, en cualquier caso, sólo sucede por azar (y por voluntad). Pero, una vez lo necesario irrumpe, lo sorprendente es la sorpresa que nos produce; lo sorprendente es que no haya irrumpido antes.

La situación general había sido ya expuesta en abril de 2005 en el informe encargado por la PNUD a una grupo de intelectuales árabes: “De acuerdo con los estándares del siglo XXI, los países árabes no han resuelto las aspiraciones de desarrollo del pueblo árabe, la seguridad y la liberación, a pesar de las diversidades entre un país y otro a este respecto. De hecho, hay un consenso casi completo en torno a la existencia de graves carencias en el mundo árabe, y la convicción de que éstas se sitúan específicamente en la esfera política”. Corrupción, clientelismo mafioso, parcialidad de la justicia, tribunales de excepción, violencia contra la “sociedad civil”, desigualdad económica, el informe incluía también una denuncia de la ocupación de Palestina e Iraq como obstáculos decisivos para la democratización de la zona: “Tras desmantelar el antiguo Estado, las autoridades de Estados Unidos al mando han dado pocos progresos a la hora de construir uno nuevo”. Era una forma cortés de aludir al enorme esfuerzo -al contrario- que EEUU y la UE han hecho en esta zona del mundo para impedir la democracia. Tras los atentados del 11-S y la invasión de Iraq, la administración Bush había comprendido la necesidad de hacer algunas concesiones que maquillaran los regímenes amigos sin cuestionar su poder o -como gustan decir los bombardeadores- su “estabilidad”. Las reformas constitucionales en Túnez y Egipto, las elecciones familiares en Arabia Saudí y los pomposos y perversos comicios en Iraq, junto a las manifestaciones masivas en Beirut, llevaron a algunos propagandistas a hablar en 2005 de una “primavera árabe”. El informe del PNUD venía a corregir esta visión soñadora para hablar con aspereza de “un agujero negro” y “una catástrofe inminente” asociada a una “explosión social” que podía, según sus previsiones, provocar “una guerra civil”. Sus propuestas y su lenguaje, en todo caso, se ceñían muy claramente a los límites de las reformas liberales y a los anhelos de una “buena gobernanza” concertada entre los Estados árabes y sus poblaciones.

En ese mismo mes de abril de 2005, sin embargo, el analista Gilbert Achcar veía con toda claridad la ilusión fraudulenta de la “primavera árabe”, tomaba distancias frente al informe de la PNUD y anticipaba una sacudida que hoy, seis años más tarde, nos resulta sorprendentemente natural: “Un estudio libre de toda restricción institucional concluiría más bien en la necesidad de una unión de las fuerzas democráticas con el fin de imponer desde “abajo” cambios radicales, que serán menos violentos en la medida en que sean masivos, como lo ha demostrado ampliamente la historia y como también lo confirma la actualidad reciente. Además, en esta parte del mundo donde subsisten numerosos Estados patrimoniales, en los cuales todavía las familias reinantes se apropian de una parte considerable de los recursos nacionales, agrícolas y mineros, no podría haber consolidación de la democracia sin una importante redistribución de la propiedad y de los ingresos. Por eso parece mucho más ilusorio instaurar de manera duradera las libertades y la democracia por medio de una acción concertada con una parte de las clases dirigentes en el mundo árabe actual que, mucho antes, en las monarquías absolutas europeas o, hace poco, en las dictaduras burocráticas de Europa central y oriental”.

Así fue, así pasó, así está pasando. El informe de 2005 de la PNUD definió negativamente la unidad del mundo árabe, que desde hacía décadas aparecía fragmentado, desordenado, difícil de integrar en cualquier forma de descripción homogénea: ahora el concepto de “dictadura” venía a vincular orgánicamente ampulosas monarquías teocráticas con pseudo-repúblicas laicas en el marco de una frustración política, cultural y vital al mismo tiempo panárabe y pandémica. Las reflexiones de Achcar dejaban claro, por su parte, que la democratización de las dictaduras árabes, en las que política y economía se fundían inextricablemente, implicaba necesariamente una ruptura institucional revolucionaria y una redistribución social de los recursos. No se podía negociar nada con los Estados; había que tumbarlos.

La situación local de Túnez, por debajo de los espejismos, se ajustaba plenamente a la situación general. Provinciana y periférica, mimada por la UE y los EE.UU., adulada por el FMI, fotografiada por los turistas, ignorada por los grandes medios europeos, la nación norteafricana parecía sustraerse en la imaginación a todos los males de la región. ¿No era un país “moderado”? ¿No ocupaba el puesto 41 en el ranking de desarrollo humano? ¿No tenía un crecimiento del 5% anual? Españoles, italianos, franceses, ¿no invertían sin parar en el sector turístico y textil? ¿No era el país más competitivo y el más “occidental” de Africa? Todavía hoy, dos meses después del 14 de enero, la entrada “Túnez” de la wikipedia afirma con desparpajo: “ A Túnez le faltan los inmensos recursos naturales de los países vecinos, pero la dirección económica cuidadosa y exitosa ha traído una prosperidad razonable”. La dirección económica “cuidadosa y exitosa” había puesto en torno al 60% del PIB en manos de la familia gobernante -la de Ben Alí y su esposa, Leyla Trabelsi- en un proceso de privatización feudal-capitalista beneficioso para los grandes intereses extranjeros y ruinoso para las regiones más desfavorecidas del país. De pronto, tras la fuga del tirano, los gobiernos que apoyaban el régimen de Ben Alí y los medios que lo ignoraban, descubrieron que Túnez era un país dictatorial, corrupto y pobre. A veces muy pobre. La fractura tradicional Este/Oeste no ha dejado de agravarse en las últimas décadas y, frente al modesto desarrollo de las costas orientales, el centro y suroeste se han mantenido sumergidos en un abismo completo y humillante. Vías de tren abandonadas desde la época colonial, carreteras comidas por la arena y los arbustos, sin hospitales ni escuelas ni obras hidráulicas que permitan desarrollar la agricultura, el Estado mafioso de Ben Alí, sin embargo, no olvidaba a los parados y a los pobres, hasta los que alargaba sus tentáculos para succionarles, como ácaros o chinches, sus últimas fuerzas y sus últimos recursos. Para entender bien el impulso revolucionario tunecino -y árabe en general- y la fuerza material de sus consignas abstractas (dignidad y democracia) es necesario llamar la atención sobre este proceso general, íntimo, capilar, de contaminación popular a manos de un poder que no desdeñaba ninguna fuente de riqueza, por modesta que fuera. Todos los tunecinos, pero muy particularmente los de las regiones del interior, tuvieron que dejarse mancillar durante años, cotidiana e ininterrumpidamente, por unas instituciones con las que tenían que negociar todos los minutos del día, y ante las que tenían que inclinarse todos los segundos de cada hora, para reproducir su vida desnuda, su pura existencia biológica. La dictadura política y policial se desprendía naturalmente de este sistema de corrupción general; para robar a todos y cada uno de los tunecinos -en los pueblos más lejanos, a los cuerpos más desamparados- era necesario humillarlos, ofenderlos, encadenarlos, golpearlos y enfangarlos sin cesar. El grito karama (dignidad) era y sigue siendo el impulso rabioso de una catarsis compartida que incluye todos los órdenes de la existencia, íntimos y colectivos; y el grito dimocratiya (democracia) demanda, más allá de las transformaciones institucionales, también trabajo, escuelas, hospitales, distribución justa de los recursos del país. Esta fusión totalitaria entre dictadura, corrupción y pobreza explica por qué en Túnez, como en el resto del mundo árabe, la democratización pasa necesariamente por una ruptura institucional y una recuperación de soberanía nacional.

Naturalmente, la revolución tunecina -a nadie puede sorprenderle- no es una revolución socialista. Lo que sí es sorprendente, aquí como en Egipto, es que no ha sido tampoco -o aún menos- una revolución islamista. Condenados por Occidente al letargo oriental o al fanatismo religioso, tunecinos y egipcios, sin ninguna tutela o dirección, han reclamado ingenuamente, seriamente, sacrificando sus vidas, esa cosa que a tantos parece vacía o engañosa: “democracia”. No han lanzado esta palabra al aire angelical de las ideologías abstractas. La han arrojado violentamente contra nosotros , se la han echado en cara a las potencias occidentales que apoyaron a los dictadores y que no han dejado de intervenir para reproducir dependencias políticas, económicas y culturales. “No queremos una democracia importada”, “no queremos lecciones de Francia”, “no a la intervención extranjera”, eran consignas repetidas una y otra vez en la doble ocupación de la Qasba de Túnez (del 21 al 28 de enero y del 20 de febrero al 4 de marzo) y que expresan claramente la dinamita anticolonial contenida en las demandas políticas de los árabes. Francia, Italia, España, EE.UU. no son el modelo; los países occidentales, al contrario, tienen pendiente su propia democratización. Como señala el escritor libanés René Naba, la revolución árabe es “la primera revolución democrática del siglo XXI que se ha llevado a cabo, a diferencia de las de los pueblos de Europa del Este en la década de 1990, sin ayuda exterior, contra los opresores y los patrocinadores de los opresores, por articulación de la dialéctica del enemigo interior sobre el enemigo exterior”.

La revolución tunecina la puso en marcha un “accidente” que implicaba -en esa oscuridad membranosa- a todos los tunecinos, pero muy especialmente a las víctimas de las tres infamias conniventes (dictadura, pobreza y corrupción). Una vez desencadenada, la estrategia de las potencias excoloniales, y sobre todo de EE.UU., ha sido la de convertir los levantamientos árabes en “revoluciones postmodernas” de blogueros y ciberactivistas, privilegiando ciertos sectores de clase media descontentos con las dictaduras, pero que se conforman ya con algunas transformaciones formales -nada desdeñables, por lo demás- en el terreno político. Si se tiene en cuenta que casi el 80% de los egipcios vive bajo el umbral de la pobreza y que en las regiones del interior de Túnez, abandonadas y sin recursos, en torno al 60% de la población juvenil no tiene trabajo, podemos ya evaluar la manipulación interesada que subyace en esta versión difundida por los medios. Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante que se inmoló el 17 de diciembre, procedía de Sidi Bouzid, la zona más campesina del país; Qasserine, la ciudad donde más jóvenes murieron durante las revueltas, es una ciudad obrera devastada por el paro; Gafsa, otra de las ciudades más belicosas, es el centro de la cuenca minera, escenario en 2008 de una insurrección popular brutalmente reprimida que preparó, en cualquier caso, las jornadas de enero de 2011. Al contrario de lo que es tradicional, la revolución, en el caso de Túnez, ascendió claramente de la periferia al centro, donde sólo en el último momento se sumaron las clases medias (profesiones liberales, intelectuales, artistas) que hoy ya se desmarcan de ella. Como escribe el analista tunecino Fathi Chamkhi se trata, al mismo triempo, “de una revolución social, democrática y nacional”. También inter-nacional, en el sentido de que, mediante esta sacudida, Túnez se ha reinscrito de forma inesperada en el mundo árabe refundando al mismo tiempo, frente a la Umma o comunidad islámica, la unidad material y política de un nuevo mundo árabe insurgente. Ya no es el panarabismo de Nasser y Bourguiba, padres de una independencia malograda y finalmente antidemocrática que ahora hay que “volver a hacer”. Pero no es un exageración considerar los levantamientos del mundo árabe como una “segunda independencia”, como un volver a empezar contra la intervención colonial y contra las dictaduras locales. Eso explica la rehabilitación de los himnos y banderas nacionales e incluso, si se me apura, la reaparición en Libia de la bandera que llaman “monárquica”, pero que es en realidad la bandera de la independencia (frente a la de la Yamahiriya, símbolo de la dictadura de Gadafi).

¿Qué se puede esperar en Túnez? ¿Qué se ha conseguido ya? ¿Qué hemos aprendido?

Desde el día 14 de enero, la presión popular ha logrado tumbar tres gobiernos, forzar la dimisión de 24 gobernadores e imponer elecciones para una Asamblea Constituyente. La ocupación dos veces de la Qasba, sede del Primer Ministro y del ministerio de Finanzas, dejó bien clara una fractura de clase que no podrá contenerse con puras medidas formales ni promesas siempre aplazadas. La izquierda, por su parte, está tratando de aprovechar este inesperado espacio abierto por el impulso popular para reorganizarse y, si ha sido sorprendida a contrapié, como los islamistas y la UE, cuenta con algunas pequeñas ventajas comparativas. La constitución del Frente 14 de Enero, coalición de partidos marxistas y “patrióticos” hasta ahora divididos, anticipa la posibilidad fundada de una mayoría relativa en la futura Asamblea Constituyente escogida el próximo 24 de julio. Para ello, habrá que mantener esa unidad y trabajar sobre el terreno a partir de un mapa político cuarteado y poco homogéneo. Durante los años de dictadura, las fuerzas progresistas ilegales tuvieron que actuar a la sombra gigantesca de la UGTT, el poderoso sindicato oficial cuya dirección colaboró y se benefició de la corrupción benalista. Un recorrido por la geografía tunecina evidencia la diferente musculación política de las ciudades y pueblos, según la mayor o menor presencia de la izquierda en los sindicatos locales. En algunos lugares -Redeyef, en la cuenca minera, es emblemático- hay autogestión comunera; en otros espontaneísmo bravo; en otros desesperación sin molde; en otros ya -sobre todo en los medios pequeñoburgueses de la capital- reivindicación del “orden y la estabilidad”. Junto al esfuerzo de organización, la izquierda tunecina aborda la necesidad de nuevas movilizaciones contra los rescoldos muy activos del aparato del Estado dictatorial, todavía intacto y empeñado en una obra permanente de represión y terrorismo selectivo, y contra todas las formas de intervención extranjera, económicas y militares, que se ciernen sobre la región.

Túnez nos ha enseñado ya al menos dos cosas. Una tiene que ver con las nuevas clases revolucionarias y las viejas técnicas de organización. Es cada vez más necesario encontrar bisagras que enganchen y permitan el juego articulado entre la horizontalidad del impulso y la verticalidad de la organización. Esas bisagras, más que virtuales, siguen siendo “lugares antropológicos” que ciñen e integran flujos muy movedizos. Lo que ha habido en Túnez, como en Egipto, ha sido sobre todo dos espacios de fuerte concentración simbólica y política: la plaza de Tahrir en El Cairo y la plaza de la Qasba en Túnez capital (junto con otras decenas de centros de debate y formación política acelerada en todas las ciudades y pueblos de los dos países). Durante muchos días estos espacios -trabajados también por partidos y organizaciones- han constituido una mezcla de ágora, academia e institución pública improvisada en la que cientos de jóvenes han hecho una especie de curso intensivo de formación política y solidaridad social consciente. Es la demostración de que, si bien la red y Facebook han sido de vital importancia para la movilización, los espacios físicos y las reuniones “corporales” siguen siendo fundamentales como marcos al mismo tiempo de aprendizaje y organización. Desde ellos irradia ahora, de vuelta a los lugares de origen, un conocimiento que ningún político profesional podría jamás difundir en los medios populares, muy suspicaces frente a las instituciones y los políticos. Los cientos de “pueblerinos luminosos” -como los llamaba Alma Allende- que se resisten a “volver a la normalidad” son ya militantes sin partido que reparten en las regiones (maestros de leva, líderes de aluvión) nuevos valores y nuevas formas de conciencia.

La segunda enseñanza nos atañe más directamente. Sabemos poco acerca de cómo evolucionarán las revueltas que voltean hoy el mundo árabe entero, desde Marruecos y Argelia hasta Iraq, Arabia Saudí, Yemen y Bahrein; y sabemos que, más allá de Gadafi y el petróleo, una posible intervención de la OTAN en Libia* podría obstruir y cerrar de golpe este abanico subversivo. Pero lo cierto es que esta Gran Revuelta Arabe -vinculada a la crisis del capitalismo- es de alguna manera ya mundial y pone en aprietos por igual a imperialistas y antiimperialistas, atrapados en el trágico pero confortable esquema, prolongación de la guerra fría, de amigos y enemigos o, al menos, de aliados y adversarios. Seamos sinceros: una “verdadera revolución democrática” incomoda a todos. Que las zonas consideradas más atrasadas del planeta, contra toda lógica y previsión, emprendan una “revolución democrática” extemporánea que los franceses hicieron en 1789 para nada (o casi nada) no sólo desconcierta a los bombardeadores humanitarios, con sus pretensiones de universalidad y sus patentes de democracia, sino también a los que desde la izquierda han motejado de “tramposa” o “fraudulenta” la idea misma de democracia o a los que consideran que la “auténtica democracia” sólo puede ser un efecto secundario del socialismo pero nunca su fuente o su motor. Nos asustaron con Al-Qaida y el fanatismo musulmán, pero da mucho más miedo, la verdad, esta salvaje reclamación de libertad -y de Asamblea Constituyente y Ley Electoral- que no encuentra apenas partidos u organizaciones en las que confluir, debilitadas por las dictaduras, y que puede volcarse en cualquier dirección. Da miedo y con razón. Pero el socialismo del siglo XXI, si de verdad quiere serlo, tiene que contar con dos nuevos datos, uno geográfico y otro político: un mundo árabe que regresa inesperadamente a la escena de la historia y una avalancha global y sin fronteras contra la tiranía. Un nuevo muro de Berlín está cayendo y lo que se entrevé al otro lado es sobre todo un gran bullicio. Todo puede ser peor, pero todo, en cualquier caso, es ya distinto. Y es la izquierda la que debería hacerse cargo de ese discurso emancipatorio y democrático antes de que lo hagan, como siempre, los bombardeadores humanitarios y sus mercados.

NOTA

* Este texto fue redactado pocos días antes de la intervención militar de la OTAN en Libia, la cual, en cualquier caso, no altera los datos y argumentos aquí recogidos.