Durante décadas los gobiernos occidentales apoyaron la ignominia y los medios la silenciaron, pero ahora también sabemos que en Túnez, como en el resto de la región y en la mayor parte del mundo, las condiciones estaban dadas: una población juvenil excedentaria, desocupada, reprimida y humillada; una economía mafiosa que había monopolizado las riquezas del país en beneficio de una familia y unas pocas empresas multinacionales; un aparato policial tentacular que decidía sobre la vida y la muerte de los ciudadanos; una corrupción que implicaba a todos los sectores y succionaba y mancillaba cada cuerpo; una dictadura feroz, en fin, que durante 23 años -en realidad 55- había sofocado todos los alientos, cercenado todos los impulsos, silenciado todas las voces, torturado a los disidentes, robado a los pobres, aterrorizado a los vivos. Todo eso convirtió a Túnez, paradójicamente, en el país más estable y competitivo de Africa, según el FMI; en el más seguro para el turismo, según la OMT; en el más preciado aliado de los intereses económicos franceses, italianos y españoles, según la UE. Y si la represión y la pobreza empujaban a un número creciente de jóvenes a abandonar el país, bastaba con aumentar a su vez la represión -y los naufragios- a solicitud de la Unión Europea, siempre preocupada por “mantener la estabilidad” en aplicación del principio de Marwan Muasher, especialista de la Fundación Carnegie y ex-funcionario jordano: todo está bajo control si controlamos a los dictadores. O como lo traduce Chomsky: todo está bajo control mientras la población permanezca tranquila y resignada.
Todos sabemos asimismo lo que pasó en Túnez cuando la gente se “intranquilizó”. El levantamiento fue subiendo desde la periferia del país, ciudad por ciudad y pueblo por pueblo, muerto tras muerto, hasta llegar a Túnez capital el día 8 de enero. Con arreglo a un modelo que luego se reproducirá en Egipto, en Yemen, en Bahrein, en Siria, las concesiones del dictador Ben Ali llegaron demasiado tarde, cuando el pueblo tunecino, reunido en torno a la bandera y el himno nacional, no aceptaba otra cosa que la caída del régimen: “Ashaab iurid isqat al-nitham”, “el pueblo quiere derrocar el sistema”, consigna que, como una metástasis, se extenderá luego por todo el mundo árabe. El 14 de enero, una gran manifestación espontánea en la avenida Bourguiba, la arteria central de la ciudad, puso cerco al Ministerio del Interior, símbolo del horror de la dictadura, y declaró a gritos que los tunecinos habían perdido el miedo. Y cuando un pueblo pierde el miedo, inspira miedo. A la presión de la población se unió la del ejército -y la de los EEUU, resignados a abandonar a su amigo el dictador y cambiar de estrategia- y Ben Ali huyó a Arabia Saudí esa misma noche, dejando a sus espaldas más de 200 muertos y todo el aparato represivo intacto y agresivamente activo. Como curiosidad, conviene recordar que los dos gobiernos extranjeros que apoyaron a Ben Ali hasta el final fueron el de Francia y el de Libia; todavía el día 13 Sarkozy ofrecía asesoramiento y material antidisturbios a la dictadura tunecina; todavía el día 16 Gadafi insistía en apoyar al tirano fugitivo y en amenazar al pueblo tunecino con mandar sus milicias para restablecer la “legalidad”.
Los mismo medios que ignoraron Túnez durante décadas, le dedicaron atención durante tres semanas para luego desplazar sus reflectores a Egipto, a Libia, a Yemen, a Siria. Y sin embargo, la salida de Ben Ali, colofón espectacular de las revueltas, ha sido en realidad el principio, y no el final, de la lucha popular tunecina por la dignidad y la democracia. De hecho, como bien dice Farouk Jhinaoui, miembro del Partido del Trabajo y del Frente 14 de Enero -una coalición de partidos de izquierdas y nacional-progresistas creada el 2 de febrero-, “el 14 de enero terminaron las revueltas y comenzó la revolución”. Ese impulso democrático, social y nacional que fundió provisionalmente todas las clases sociales en una especie de “esfuerzo por una segunda independencia” no hizo sino abrir un espacio agonístico para luchas políticas y sociales que cobran hoy expresiones cada vez más agudas.
En el plano político, conviene recordar las conquistas y los límites de la movilización popular, cuyos episodios centrales fueron las dos ocupaciones de la Qasba, sede del Primer Ministerio y de algunas de las más importantes instituciones del Estado, entre el 23 y el 28 de enero y entre el 20 de febrero y el 4 de marzo. La primera ocupación consiguió el derrocamiento del gobierno de transición y de los 24 gobernadores provinciales, pero fue violentamente dispersada, con víctimas mortales, en una oscura operación, ordenada entre bastidores, en la que no intervino el nuevo ministro del Interior. La segunda, mucho mejor organizada y apoyada por la multitudinaria manifestación del 24 de febrero, obtuvo algunas de las reivindicaciones centrales del movimiento revolucionario: la dimisión de Mohamed Ghanoushi, primer ministro directamente vinculado al régimen anterior, la suspensión de la constitución y de las pseudocámaras benalianas, la disolución del partido RCD y de la policía política y -lo más importante- la convocatoria de elecciones para una Asamblea Constituyente. El nuevo gobierno en funciones, encabezado por un octogenario político de la época de Bourguiba, Beji Caid Essebsi, debía ocuparse de constituir la comisión encargada de elaborar la nueva ley electoral. Y es aquí donde se expresan claramente los límites impuestos por un gobierno que desde el principio se ha resistido, en nombre de la estabilidad, invocando la revolución y alimentando al mismo tiempo la estrategia de la tensión, a romper definitiva y claramente con el pasado. La Qasba había pedido que se reconociera como instancia legítima de co-gobierno al Consejo Nacional de Protección de la Revolución, una institución de amplio espectro de la que forman parte sociedad civil, organizaciones de DDHH y todos las fuerzas políticas relevantes, incluido el sindicato UGTT y el partido islamista Nahda. En su lugar, Caid Essebsi encargó la elaboración de la ley electoral a una comisión encabezada por el jurista Yadh Ben Achour y formada por 71 personalidades nombradas a dedo, muchas de ellas vinculadas a la dictadura. Una vez más la presión popular y política se puso en marcha, logrando una nueva victoria parcial: la así llamada “Instancia Superior para la Realización de los Objetivos de la Revolución, la Transición Política y la Democracia” dobló su número de miembros, dando cabida -sin reconocer oficialmente su existencia- a los representantes del Consejo Nacional de Protección de la Revolución. La nueva comisión ampliada, tras largas y tensas deliberaciones, aprobó el lunes 11 de abril la nueva ley electoral, cuyos artículos 15 y 16, cristalización de los impulsos más rupturistas, han despertado enseguida polémicas y resistencias, incluso por parte del primer ministro. El primero establece una completa paridad de género en las listas, que deberán incluir a un 50% de mujeres. El segundo excluye del juego electoral a todos aquellos que hayan ocupado cargos de responsabilidad en la administración de Ben Alí durante los últimos 23 años.
En el plano social, la fractura de clases, suspendida fugazmente en el calor revolucionario, reaparece con todo su vigor; y con ellas las causas del malestar socio-económico que desencadenó la revolución en las zonas más desfavorecidas del país. El paro, agravado por el descenso del turismo, el cierre de fábricas extranjeras y el retorno de emigrantes de Libia, no tiene solución y menos en el marco inmutable de la economía de mercado; y alimenta una activa frustración, redoblada por la recién conquistada conciencia del poder popular. Centenares de huelgas sectoriales, protestas y concentraciones agitan cotidianamente las regiones mientras las clases comerciantes y burguesas, sobre todo en la capital, llaman al restablecimiento del orden y la estabilidad una vez satisfechas sus demandas de libertades políticas. La fricción es ya patente y el gobierno la utiliza para invocar los fantasmas de la “fitna” (la división civil) y del islam fanático y restablecer discretamente la represión policial y la censura, aumentando así la presión contrarrevolucionaria sobre las fuerzas populares. El pasado sábado 23 de abril, por ejemplo, una gran manifestación protestó contra esta inquietante contracción en la avenida Bourguiba de la capital y fue ferozmente reprimida y dispersada por la policía. El domingo 24 los periódicos aludieron brevemente a la concentración masiva. El único que quiso reportar y denunciar la represión, Assahafa, no salió a la calle.
La revolución empezó, pues, el 14 de enero y son muchas las fuerzas, inicialmente cogidas a contrapié por la espontaneidad del impulso democrático, que intentan ahora reactivarla, apropiársela o anularla. Están los partidos de izquierda, reunidos en torno al Frente 14 de Enero; están los islamistas moderados del Nahda, debilitados tras años de persecución y exilio, pero disciplinados y arraigados en las zonas más populares; y está, por supuesto, la intervención política y económica de las potencias occidentales. El gobierno provisional de Caid Essibsi se encuentra en una paradójica situación política: ha disuelto el marco jurídico de la dictadura, el único del que podía derivar alguna legitimidad, sin haber legitimado instancias o instituciones de ruptura. Se trata, pues, de una continuidad de hecho y de un gobierno de facto, sin competencias para tomar medidas de ningún tipo pero sin límites tampoco para tomarlas. En esta situación, fuera de toda legitimidad y toda legalidad, el gobierno provisional ha pedido nuevos préstamos al Banco Mundial -mientras sectores populares pedían que suspendiera el pago de la deuda- y ha recibido o se ha reunido con Rodríguez Zapatero, Felipe González, Hilary Clinton, Jeff Feltman o Margaret Ashton, entre otros dirigentes occidentales a los que se ha garantizado el respeto de los intereses estadounidenses y Europeos en Túnez, sobre todo los relacionados con la liberalización económica emprendida por Ben Ali y con la política migratoria.
En este sentido, hay que llamar la atención sobre la particular actividad de la diplomacia española, encargada por la UE de vender en Túnez el modelo de la “transición española” -junto con otras mercancías. Ese modelo, sin duda, sólo puede servir de freno a un proceso que en pocos meses ha ido ya mucho más lejos que España en 35 años, pero cuya vulnerabilidad económica y política es mucho más severa. Prueba de esta labor de domesticación y administración de la revolución tunecina, el 29 y 30 de abril se celebraron en Túnez capital una jornadas sobre los “Desafíos de la transición democrática” organizadas por el Instituto Cervantes y la Embajada Española. En ellas participaron, junto a representantes tunecinos de distintas ONGs y asociaciones de DDHH -eso que se llama “sociedad civil” por oposición a sociedad “política”-, los líderes de los únicos partidos legales bajo Ben Ali, Nejib Chebbi y Ahmed Brahim, ministros en el primer gobierno de transición derrocado por el pueblo tunecino. Junto a ellos intervinieron -nunca mejor dicho- tres ex-ministros españoles: Enrique Barón, ex-responsable del ministerio de Transportes con el PSOE; Josep Piqué, dirigente del PP que apoyó públicamente el golpe de Estado de abril del 2002 en Venezuela; y Rafael Arias-Salgado, varias veces ministro de UCD antes de incorporarse también al PP. Un dato aún más revelador: las jornadas estaban financiadas por INDRA, una empresa española puntera del sector armamentístico que se dedica a fabricar sistemas electrónicos de guerra y desarrollar tecnologías de la información con aplicaciones militares. En los últimos meses, INDRA ha firmado contratos por valor de 100 millones de euros en Jordania, Oman, Kuwait, Arabia Saudí y Bahrein. Ahora apoya la “transición democrática” en Túnez.
http://rebelion.org/noticia.php?id=127744
Follow Us