Alma Allende
Redeyef
De Gafsa a Redeyef se viaja contra las montañas estriadas que señalan la frontera con Argelia, bajo un cielo azul purísimo, por un terreno duro y seco, de una extensión planetaria, en el que se está a punto de sucumbir de nuevo a la tentación del paisaje: pequeños poblados con camellos ramoneando entre las casas, pastoras con tocados de colores, mujeres enormes sentadas al sol, envueltas en telas blancas, que comparten tareas y conversación. Todo parece puro, limpio, inmóvil, eterno y claro. Pero en realidad hay pocos lugares en Túnez tan arados por la historia como este cuadrado de tierra adversa y milenaria.
Estamos en la cuenca minera. Redeyef, a una hora de camino de Gafsa en dirección al sudoeste, tiene 26.000 habitantes y su destino está ligado desde 1903 a la explotación del fosfato. Desde entonces no ha dejado de alzarse regularmente contra las condiciones laborales, los bajos salarios y la marginación económica. La última vez fue en enero de 2008, después de que se falsearan los resultados de unos exámenes para conceder a dedo -en una zona durísimamente castigada por el paro- un puñado de puestos de trabajo. Este levantamiento, que mantuvo en jaque a la dictadura durante ocho meses y se saldó con cuatro muertos, decenas de heridos y centenares de detenidos, sirvió de ensayo y escuela para la experiencia revolucionaria de estos días, en la que Redeyef se ofrece como un modelo de organización y autogestión integral del que participa toda la población. La UGTT, que en 2008 centralizó las protestas y sufrió en carne propia los zarpazos de la represión, se ha convertido de forma natural en la cadera sobre la que se apoya la vida de la ciudad. Entonces rompió con la dirección sindical en Túnez; hoy opera de forma completamente autónoma. El día anterior a nuestra llegada, el 3 de febrero, una huelga general unánime demostró quién gobierna Redeyef.
El local de la UGTT, en efecto, muy cerca de la sede local de la gobernorado, es ahora el palacio de gobierno: un edificio desnudo de tres plantas, enjaezado de banderitas tunecinas y presidido por las fotografías de los cuatro mártires de la ciudad, los tres asesinados en las revueltas de 2008 y el que murió en la reciente revolución. Allí se encuentra también la única imagen de Ben Alí que hemos visto desde hace un mes: en el suelo, sobre una borrosa alfombrilla que hay que pisar inevitablemente para acceder a los despachos del tercer piso, donde nos recibe Adnan Hayi, el secretario local del sindicato. Adnan es un hombre de unos 50 años, fuerte, de tez terrestre y chaqueta de pana, de nariz grande y kufiya palestina al cuello. Durante las protestas de 2008 fue detenido y torturado, como tantos otros, y su ojo izquierdo aún conserva la huella de esa experiencia. Se ha ganado el respeto y la admiración de compañeros y ciudadanos; es el líder de la revolución local y durante nuestro paseo por la villa veremos muchas veces su nombre escrito en las paredes.
En un despacho austero y desnudo, sin ordenador, entre papeles desordenados, rodeado de compañeros sindicalistas, Adnan nos describe el cuadro general de la región:
– Túnez está partido verticalmente en dos desde la época de Bourguiba. Mientras la costa este ha conocido un cierto desarrollo, la mitad oeste y sobre todo el suroeste del país han quedado completamente abandonados. La Compañía de Fosfatos de Gafsa proporciona el 80% de la riqueza nacional, pero los habitantes de la zona no participamos de ella. Las minas sólo han dejado muerte y contaminación. El Estado mafioso de la dictadura concentró toda la actividad económica de la región en la explotación del fosfato, de manera que los despidos masivos sin indemnización de los últimos años, bajo la presión liberalizadora del FMI, han dejado a miles de personas en la calle y sin recursos. Nada llega hasta aquí. No hay riego para las tierras agrícolas, que habría que rescatar urgentemente y que sucumben al empuje del desierto. El 50% de la población está en paro; el otro 50% trabaja en precario. Hay familias de 5 personas que viven con 100 dinares (50 euros) al mes. No hay hospitales; y en los pocos centros sanitarios que existen no hay ni instrumental ni medicinas. Incluso el hospital de Gafsa, el más próximo a Redeyev, carece de cosas elementales. Los enfermos graves tienen que irse a Túnez capital o a Sousa, con el riesgo evidente de morir por el camino. A este cuadro hay que añadir la presencia asfixiante de unas instituciones que no lo eran, que se comportaban como bandas mafiosas dedicadas a la extorsión y en las que todos sin excepción, desde el alcalde hasta el agente de policía, robaban a los ciudadanos sin parar.
Adnan ve muy claro que lo que ha cambiado es menos que lo que permanece y que el riesgo de involución es grande. Las familias de los muertos y heridos en 2008 aún no han recibido ninguna indemnización y cinco de los activistas encarcelados entonces siguen en prisión. Por lo demás, el gobierno sigue operando al dictado del capitalismo internacional, con Francia y EEUU como arietes de intereses ajenos al país. Las presiones contrarrevolucionarias son enormes, pero sabe por experiencia que la historia es larga y los procesos de acumulación lentos y que, por lo tanto, hay que seguir luchando.
– Hay que combinar las protestas y movilizaciones con estudios concretos, propuestas políticas y la construcción sobre el terreno de nuevas formas de organización. En Redeyef, gracias a la experiencia de lucha y unidad de los últimos años, hemos conseguido formar Consejos en todos los sectores para movilizar a la población en la defensa de sus derechos y en la gestión de sus vidas cotidianas. Nuestra organización sindical canalizó en 2008 las revueltas y sirve ahora de columna vertebral a la movilización popular. Si queremos evitar la involución ya rampante, tenemos que coordinar a gran escala un Consejo de Defensa de la Revolución con todas las fuerzas políticas y todos los sectores de la sociedad civil.
Precisamente nos preocupa el espontaneísmo que hemos observado en otros lugares y nos acordamos de las reflexiones de Redha Redhaoui. Le preguntamos al respecto.
– Así es -responde Adnan-. El problema es que la impresionante espontaneidad de la revolución no ha cristalizado en un proyecto político porque desgraciadamente el nivel de organización era y sigue siendo muy débil en el resto de Túnez. Pero no soy pesimista. Hay fuerzas y personalidades capaces de integrar y coordinar políticas populares. En Redeyef estamos tratando de establecer una dirección regional única con otros pueblos de la zona. Hay discusiones y contactos en ese sentido a requerimiento de otros centros urbanos donde la organización está menos consolidada. Pero no hay que olvidar que de nada sirven tampoco las negociaciones y acuerdos entre direcciones locales si no se es capaz de convencer y movilizar al pueblo. La revolución está incompleta y sólo podremos completarla combinando organización y movilización.
Nos despedimos de Adnan y paseamos por esta ciudad liberada en la que se respira un aire de normalidad escandalosa. La normalidad, digamos, se nota. No hay policía y tampoco las milicias se atreven a llegar hasta aquí. De noche, los jóvenes de los comités de defensa siguen organizando piquetes para proteger los barrios de la ciudad. Todas las instituciones del Estado mafioso están cerradas; sólo la sede del gobernorado abre unas horas por la mañana para pagar salarios y subsidios. El alcalde, implicado en la corrupción y en la represión, permanece en su casa en arresto domiciliario a la espera de que un tribunal justo juzgue sus delitos.
– La nuestra ha sido una revolución pacífica y disciplinada -nos dice Tareq Haleimi, otro de los sindicalistas que nos acompaña. – No queremos linchamientos ni violencias gratuitas. Durante las jornadas de enero, el pueblo respetó todos los edificios, salvo las comisarías de la policía y la guardia nacional.
Visitamos, en efecto, el puesto de policía, completamente quemado y abierto libremente a la curiosidad de los ciudadanos como monumento a la ignominia de la dictadura. Muchos de los que nos acompañan ahora pasaron por estas salas en 2008 y pueden señalar cada rincón y cada hueco, impresos en la memoria de sus cuerpos. Frente a la puerta una pintada rabiosa grita: “Huisteis, perros”. Por debajo del olor a ceniza se percibe aún la sombra de una realidad animal, de un dolor viscoso y subterráneo.
– Por desgracia -dice Tareq- la mayor parte de los documentos se quemaron también en el incendio.
Caminamos aún por las calles apacibles al mediodía, leyendo las pintadas contra el gobierno y en favor de la revolución. Al pasar junto a un Publinet preguntamos por la importancia real que ha tenido Internet en las movilizaciones y nos confirman que Facebook, también en Redeyef, ha cumplido un papel fundamental a la hora de sacudirse la mordaza impuesta por unos medios que silenciaron y siguen silenciando la voz del sur.
Salimos de la ciudad con la impresión de un territorio inclinado ya hacia una sociedad libre. Las últimas pintadas que vemos en la pared, antes de coger el coche, están firmadas por “un comunista de Redeyef” y desde una de ellas, como dos medias lunas cruzadas, nos saludan ingenuamente una hoz y un martillo.
Moulares
Pero bastan 16 kilómetros -la distancia entre Redeyef y Moulares (Um El Araies)- para que todo cambie. Pasamos sin transición del territorio de la organización al de la desesperación. Moulares, con 24.000 habitantes, es otro de los grandes centros de explotación minera de la zona. Hasta 8.000 personas estaban empleadas aquí en las minas en los años 80; hoy son sólo 700. La introducción de máquinas mejores y la privatización de los servicios de mantenimiento dejó sin trabajo a miles de personas y sin recursos a la mayor parte de la población que dependía indirectamente de los fosfatos. Las minas y los depósitos de lavado, inscritos en el propio tejido urbano, dominan con sus enormes colinas de arena verde el horizonte de casas bajas de la ciudad. Desde el principio algo -mitad polvo mitad angustia- nos coge la garganta.
Hossein Mabruki, otro de nuestros contactos en la zona, sindicalista del sector de la enseñanza residente en Moulares, detiene su coche en las primeras calles de la población. Allí, frente a frente, dos instalaciones de la mina abren sus verjas a una visión dantesca de desechos grumosos y montículos color óxido. En una de las puertas -y eso quiere enseñarnos Hossein- algunos jóvenes han tendido un alambre y han instalado una jaima . Desde hace días ocupan el terreno e impiden el acceso al recinto para protestar por su situación.
La celeridad con que se levantan y acuden a nuestro encuentro delata ya el abandono terrible en el que viven. Su exigente reclamo de atención también. En principio pensamos que no son más que cinco o seis, pero tan pronto como nos situamos en medio de la calle, cámara y cuadernito en mano, comienzan a salir del interior de las instalaciones decenas y decenas de personas. Cada vez que volvemos la cabeza desde el centro del corro, un nuevo círculo humano se ha sumado a la multitud de alrededor. Son sobre todo jóvenes de aspecto duro, cansados, rudos, mal vestidos, quemados por el sol; están en paro y reclaman trabajo a la Compañía de Fosfatos. Pero hay también hombres maduros y hasta viejos, despedidos de la mina o jubilados prematuramente sin apenas indemnización. Uno de ellos nos enseña lo que le han dado después de años de trabajo: ¡150 dinares! Los arroja al suelo furioso y escupe encima de ellos. Todos -todos- quieren enumerar su memorial de agravios al mismo tiempo y nos tiran de la manga, nos vuelven la cabeza con la mano, zumban y zumban su insondable cólera y humillación.
Han sido capaces de reunirse para ocupar la instalación, pero no tienen ni medios ni programa para hacer presión. Son polvareda de individuos a la deriva. ¿Qué piden? Trabajo ya, dinero ya, dignidad ya. Reclaman, en realidad, atención. No la atención de su amigo o de su hermano o de su mujer o de su tío. Reclaman atención pública y por eso la cámara de Boomjida se convierte enseguida en el centro de mil apetitos oratorios. No les intimida en absoluto. No sienten respeto por ella como no lo sienten ya ni por los políticos ni por las instituciones. La cámara ha sido profanada, desprovista de todo su prestigio fetichista; es sólo el depósito de todo este magma hirviente difícil de contener. Pero es al mismo tiempo una esperanza absurda, mágica, disparatada, de solución: como si de la cámara de vídeo, frente a la que uno detrás de otro, todos al mismo tiempo, gritan sin ningún respeto, fuera a brotar un surtidor de billetes de banco, un vendaval de trigo, una manta estrellada de dignidad y rehabilitación. “Nada ha cambiado”, “hemos hecho la revolución y seguimos igual”, “nos han abandonado”, “mirad cómo se vive aquí”, “queremos ser como todos”, “igualdad entre las regiones”, “trabajo dos meses al año por 90 dinares”, “somos el problema de Túnez y queremos una solución”.
– No hacemos política, queremos trabajo -dice uno de ellos.
Hossein, nuestro amigo sindicalista, ya algo nervioso, intenta explicarle que, al contrario, la ocupación de la instalación minera es un acto político. Su modo de hablar, pedagógico y un poco paternalista, despierta inmediata desconfianza. Surge una discusión. La excitación aumenta; hay empujones. Hossein, que ha acabado por entrar al trapo, tiene que ser sacado a la fuerzas por dos de sus compañeros y alejado del lugar.
Allí seguimos nosotros. Rostros y rostros apiñados a nuestro alrededor, cada uno con su personalidad específica y todos ellos -nos damos cuenta de pronto- con un rasgo común: tienen todos los dientes negros. El polvo en suspensión y el agua contaminada han hecho que la oscuridad empiece en la boca antes o al mismo tiempo que en el alma. A falta de un estudio serio, es ya patente -nos confirman después- que el índice de cáncer en Moulares en mucho más alto que en otras regiones del país.
No somos el objeto, pero sí el catalizador y, si se quiere, el exutorio de la ira de esta multitud. La caricia simultánea de doscientas personas puede matar; el deseo de hablar de doscientas personas puede aplastar. Comenzamos a sentirnos amenazados por este dolor que compartimos; por esta cólera corpórea que comprendemos. Es imposible abrirse paso entre las filas, llegar hasta el coche y, una vez dentro de él, emprender la marcha. No nos dejan cerrar la puerta; meten la cabeza por la ventanilla; nos insisten para que sigamos tomando imágenes y testimonios. Finalmente llegamos al acuerdo de que Bunjida y su cámara se quedarán un rato más para tomar imágenes del interior de la instalación, como reclaman los jóvenes, mientras nosotras le esperamos en casa de Hossein, ya preocupado por nuestra suerte y que nos insiste para que abandonemos el lugar.
Samira, la mujer de Hossein, profesora de Ciencias de la Tierra en un instituto de secundaria, nos prepara un café y nos confirma lo que ya habíamos adivinado: que, en efecto, en Moulares nada ha cambiado después de la revolución. No ha habido cambios ni en la administración del pueblo ni en la dirección de la escuela. Hossein, todavía un poco avergonzado por su fracaso en la mina, explica que desgraciadamente en el pueblo hay mucho menos compromiso político y organización sindical que en Redeyef.
– Desgraciadamente Redeyef es una excepción -explica-. Allí el sindicato tiene autoridad porque se la ha ganado luchando al lado del pueblo. Aquí, en Moulares, el sindicato ha estado siempre en manos de recedistas corruptos y el resultado es que hoy desconfían de nosotros y nos desprecian. Cada vez que intentamos ir a la concentración en las minas nos echan; y tienen razón.
El trabajo del sindicato -añade Tahar Zayet, otro sindicalista de izquierdas, muy consciente y preparado- se ve dificultado en Moulares por un factor también de composición demográfica. La población de Redeyef es más mestiza; allí se mezclan personas procedentes de todas las partes del país, e incluso de Argelia, por lo que las relaciones de parentesco son débiles y las de solidaridad social más fuertes.
– La población de Moulares -dice- conserva una mentalidad tribal, de clan, y sólo adquiere compromisos a escala familiar. Por eso también desconfían mucho más de la gente cultivada y, sobre todo, de cualquier clase de institución política.
Lo cierto es que Mohamed Bouazizi -resume Hossein- desencadenó una cólera explosiva para la que la débil organización política y sindical del país no estaba preparada. Porque no había moldes colectivos para canalizar el descontento, el triunfo de la revolución, con sus pequeños cambios, no ha hecho sino aumentar la desesperación.
Eso es sin duda una gran ventaja para los que, desde dentro y desde fuera, están esperando a que la dictadura -diría Ridhaoui- haya terminado de cambiar su piel.
– En todo caso -cierra Taher en un tono militante- nunca más será 13 de enero. Los cambios son pocos, pero lo bastante importantes como para hacer posible una acumulación de conciencia y organización a medio plazo.
Una gran montaña estriada, posada en la tierra y por lo tanto procedente de otro mundo, nos detiene en la carretera de vuelta a Gafsa. Se ha interpuesto en nuestro camino para recordarnos -con su belleza fuera de lugar, valga el pleonasmo- que el mundo es ancho, irregular, inmenso pero finito, y que la historia, como la geología, tiene sus cataclismos rápidos y sus glaciares lentos.
La UGTT en Redeyev: la última imagen de Ben Alí
Adnan Hayi
La comisaría quemada de Redeyef (en la pared han escrito: “se alquila o se vende”)
Un comunista de Redeyef
La hoz y el martillo: viva Redeyef
Ocupación de la mina en Moulares
Los fosfatos sobre la ciudad
La historia posada sobre el mundo
Fotos de Ainara Makalilo
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